Sueños malos

Vagamente percibía sensaciones que me recordaban al invierno.

Acurrucado en el sofá con las manos entre las piernas, me quedé dormido sin taparme. Tan despierto como para sentir claramente el frío, y tan dormido como para no levantarme a por una manta.

Por la luz parecía que ya era tarde, y sin embargo acababa de comer hacía un rato. El ambiente me deprimía un poco, y la música de esa telenovela que salía de la tele aún lo hacía todo más gris. Me froté los ojos con los puños. Me olían las manos a naranja.

¡¿Pero qué hora es?!

Y entonces recordé de golpe lo que acababa de soñar. En el sueño, me quedaba dormido en el sofá, y al despertar ya era muy tarde. No había ido a recoger a Mario al colegio. Ni yo ni nadie. La imagen de su angustia me apretó el corazón, y como un acelerón noté esas dos o tres pulsaciones fuertes en la sien, y me dió dolor de cabeza.

Imaginé su cara. En mitad de un patio desierto, buscando la puerta de salida de ese colegio enorme, como un castillo, lleno de salas de techos altos y pasillos con fotos descoloridas de estudiantes.

Pero el colegio de Mario no era así… así era el mío.

Salí a la calle y fui a recogerlo como todas las tardes.

A los pocos días él me confesó que una vez tuvo un sueño malo: se quedaba el último en el colegio y nadie había ido a recogerlo.

Vaya dos.

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